domingo, 28 de diciembre de 2008

Con narices al hospital I

Ya dice la frase popular: ''nadie es tan pobre como para no tener una sonrisa ni tan rico como para no necesitarla''.
Eran muchas las ganas. La fuerza y la voluntad salían del pecho dando corazonadas de ilusión. Había salido el sol y hacía un grandioso día. Camino a la puerta se acercaban un grupillo de locos, con una bata blanca tuneada al más puro estilo Miliki por lo menos, una nariz roja y la cara pintada ( no exageradamente; alguien me enseñó que en esto la esencia no es disfrazarse de otra persona, es ser natural pero con la energía muy alta).
Fue una entrada triunfal, donde los regalos a ofrecer eran abrazos y sonrisas, al módico precio de recibir ésto mismo.

Fueron muchas las miradas, pero no me olvido de la suya. Allí estaba Elvira, Elvira la malagueña. Por lo que vi no creo que esperara sonreír un día como ese, en un lugar como ese. Noventa y tres años sobre los hombros y tantas historias que contar como años multiplicados por mil. El pelo cano, la cara cansada con arrugas, las piernas torcidas y los tobillos hinchados. Así la vi yo cuando llegué a su habitación, de la cual no sé ni el número ni la planta. Son estas cosas que en segundos piensas sin darte cuenta y luego cuando te paras, examinas y lo encuentras allí, en la memoria. ¡Hola buenos días señorrra! ¡Cómo va el día hoy! ¡Ústed es Elvira la malagueña, pero yo puedo bailar sevillanas si me lo propongo! Una rosa pa' tu pelo...

Ahora mismo no sé si me casaré, tendré un buen marido y seré feliz con él, como ella me deseaba, no sé tampoco si tendré noventa y tres años vividos algún día, como yo le decía mostrándole mis deseos, pero sí sé que guardo en un sitio muy especial la sonrisa de aquella mujer.
No podía irme sin hacer algo antes, así que dos horas después, sin más datos que Elvira la malagueña, la encontré, y allí tuvo su hermosa flor.


Esto es para mí la verdadera felicidad, ya lo dijo algún militar (sí, militar), pintor, escultor escritor (sí, también fue todo eso), e inglés a cuya doctrina pertenezco: ''la verdadera felicidad es haciendo felices a los demás''.



No se acabará aquí, de eso sí que estoy segura.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Declaración

Ya que estamos puestos a recordar y tomar como estilo de mi vuelta este procedimiento, inspirado en estos días, lo haremos:
Guardo pequeñas y borrosas imágenes en la memoria de las mañanas de sofoco en los primeros días de colegio. Podría incluso dibujar en viñetas la recopilación de aquel día de primaria cuando Sandra, que era nueva, decía que yo había copiado sus ejercicios y que ahí estaba el detonante de la exactitud de éstos, aun sabiendo que ella mentía. Tengo ahora en la mente las veces que lloré haciendo teatro para que algún miembro mayor de la familia, (es mi hermano pero es para no hablar de él), se llevara las culpas. Conservo con detalles el momento que más he llorado, y las contusiones con razones que se salían de la verdad; llantos que no sé plasmar.
Me enternece despertar la sensación que sentí cuando abrazada a unos tiernos brazos amigos, sobre una colchá azul y con prisas de domingos de tren; lloré de emoción. Puedo recordar como si fuera ayer el día que escuché: ''tienes un 4.75 y no te puedo aprobar. Repites curso'', y los llantos que trajo. Y sí, fue ayer el día en el que lloré de rabia al no recordar unas cuentas.
En dieciséis años son muchos los momentos que no recuerdo donde te sabe la boca a sal en público, aunque no fueran demasiados.
Y sí, por qué no, llevo muchos días en los que me apetece mucho llorar y no lo hago tanto como necesito, o quizá sí. Ya me dijo mi madre un día que ella lloraba como todo el mundo, cuando nadie la ve.

Crezco más deprisa que cumplo años, siento mucho más de lo que reconozco y me derrumbo más fácilmente de lo que aparento.
No, no siempre estoy tan bien, pero pensándolo con profundidad, si por algo me gusta vivir también es por estos lapsos de tiempo. La clave está en aprender, y mañana, si amanecemos, ya veremos lo que hacemos.